Llegar a Machu Picchu por el Camino del Inca ha sido siempre uno de mis viajes fetiche. Uno de esos lugares que sabía que tenía que visitar y una de esas experiencia que sabía que tenía que vivir. No se si es por tratarse de una de las maravillas del mundo o porque aúna mis dos grandes pasiones: la montaña y la historia. Pero lo cierto es que aunque hay un montón de lugares y países bellos en el mundo, para mi Machu Picchu y el Camino del Inca han sido siempre especiales.
Por alguna extraña maldición del universo, siempre que hemos pensado en ir a Perú una cosa u otra nos lo ha quitado de la cabeza. La primera vez fue un esguince de rodilla, la segunda un problema en el trabajo y la tercera un enfermedad familiar. Al final, hace unos meses las estrellas se conjuraron para que tuviera la oportunidad de emprender el camino con el que tanto tiempo había estado soñando y es que, como suele decirse, no hay cuarta mala y esta era nuestra cuarta intentona. Realmente aun no me puedo creer que hacer solo tres meses ni siquiera sabía que iba a llegar a Machu Picchu por el Camino del Inca y resulta ¡que ya estoy de vuelta!
Perú es espectacular y prometo hablaros muy pronto de este destino, pero hoy solo tengo recuerdos para el Camino del Inca, sus paisajes, sus ruinas, sus caminos, las montañas y el Machu Picchu.
Para hacer el Camino del Inca hay que viajar hasta Cuzco, una ciudad increíble y preciosa. Además, como está a 3.400 metros sobre el nivel del mar, es perfecta para pasar unos días y aclimatarte a la altura a base de paseos. Disfrutamos mucho de cada uno de sus rincones, pero tengo que reconocer que cuando, el tercer día vinieron a recogernos para llevarnos el inicio del camino fue cuando me sentí completamente feliz.
Llegamos temprano a Ollantaytambo. Fue bajar de la furgoneta y enamorarme de un camino que aún no había comenzado. Las ruinas de Ollanta y sus montañas son un aperitivo perfecto. Desde allí nos llevaron al kilómetro 82 de la línea de tren de Ollanta-Aguas Calientes, el lugar donde nos esperaban nuestro grupo (guía, cocinero y porteadores), además del punto donde comienza oficialmente el Camino del Inca.
José, nuestro guía, tomo los mandos en un abrir y cerrar de ojos. Comenzamos a caminar detrás de él, escuchando la apasionante historia de los Incas y aprendiendo un poco más sobre el camino que estábamos comenzando. Íbamos subiendo paralelos al río Urabamba, con la historias de José como banda sonora y a la sombra del imponente Pico Verónica (cordillera Vilcanota) con sus 5.600 metros, hasta que llegamos al poblado de Miskay. Allí pasamos el primer punto de control.
Los funcionarios de Gobierno peruano son los encargados de vigilar que todos los grupos vayan acompañados de un guía oficial, que los pesos de los porteadores sean los adecuados y que los caminantes cumplamos las normas. Hay que proteger las cosas bellas y esa es su función.
Seguimos caminando, ya en silencio porque afrontábamos la primera pendiente fuerte del camino. El esfuerzo valió la pena. Terminas en lo alto de un collado con las ruinas de Llactapata a tus pies y aún teniendo 12 kilómetros en tus piernas te sientes liviano, como flotando en medio de tanta belleza.
Acampamos en Wayllabamba para tomar una buena cena y después caí como un tronco. Recuerdo que soñé, no se muy bien que. Pero si recuerdo que paseaba entre hermosos edificios, que en mi sueño eran palacios y en la realidad ruinas.
Me desperté temprano y nerviosa. El segundo día hay que pasar el Collado de la Mujer Muerta e impresionan sus 4.200 metros.
Empezamos a subir, despacio, concentrados en poner un pie detrás de otro y dejando que los paisajes andinos nos fueran empujando hasta Llulluchapampa. El almuerzo más que de comida, que también, fue un empacho de paisajes, de sonidos y de naturaleza, además del reconstituyente perfecto para continuar subiendo. Y subí. Tras un número indecente de escalones de piedra llegamos hasta el paso de Warmiwañusca o la Mujer Muerta y allí, a 4.200 metros y con el valle de Pacaymayo a mis pies, me sentí completamente feliz.
Una larga bajada, una buena cena y a dormir. Aquel había sido un día grande, uno de esos que recordaré de forma especial durante toda mi vida, pero los 14 kilómetros y los 1.200 metros de desnivel positivo me tenían exhausta.
El tercer día comenzamos subiendo hasta el paso de Runkuraqay, a 3.900 metros, para encontrarnos con las mejores vistas de la cordillera Vilacabamba hasta el momento y gracias a eso me iba olvidando del dolor de piernas. Siguiendo el camino empedrado, subiendo y bajando igual que lo hacían los Incas hace 500 años, llegamos hasta las ruinas de Saymarka. Recuerdo que pensé, si esta imagen me deja sin aliento, viendo Machu Picchu igual entro en sock 🙂
Tras visitar Saymarka seguimos por el camino del inca. Esta es la parte donde mejor se aprecia la inteligente forma de construir de los Incas. Aprovechan cada hueco de la montaña, integrando perfectamente los caminos en el paisaje. Así, sobre losas de granito colocadas hace cinco siglos en lugares imposibles y túneles excavados en roca, llegamos hasta Phuyupatamarca. Aquel debía ser el cielo de los Incas.
Para terminar un día perfecto, continuamos bajando por las escaleras incas hasta Wiñaywayna, las ruinas mejor conservadas de las vistas hasta el momento y nuestro lugar para un merecido descanso después de 13 kilómetros y muchísimas emociones.
El cuarto día hay que levantarse a las 3:30 de la mañana. Mientras aún era noche cerrada tomamos un desayuno tan abundante como rico en mitad de un ambiente festivo. Recuerdo que el descenso se me hizo muy largo, recuerdo los nervios y el cansancio, pero sobre todas las cosas, recuerdo como fue ver por primera vez Machu Picchu desde la Puerta del Sol al amanecer.
En mis recuerdos solo otro momento del viaje alcanza la magia de la primera vez que vi Machu Picchu. Subimos al Huayna Picchu por una escaleras tan empinadas que parecen imposibles y cuando llegamos al Templo de la Luna, allí estaba, de nuevo, Machu Picchu a mis pies.
Tras casi 50 kilómetros de esfuerzo, montañas, bosques, animales, ruinas, pero también de risas, emociones y fatiga, ni todo un diccionario podría servir para poner palabras a algo que necesita ser vivido para poder entenderse.