No eran las seis y ya tenía los ojos como platos. Me sentía como una adolescente, nerviosa e inquieta, deseando que pasaran las horas. A mi lado Mario dormía plácidamente y yo hacía verdaderos esfuerzos para no moverme mucho y despertarlo, pero lo cierto es que sentía como que la cama me pinchaba.
Al final, después de un rato decidí levantarme y darme un paseo por Merzouga antes del desayuno. Habíamos llegado la tarde anterior, pero después de anochecer, así que apenas habíamos visto nada del pueblo al que llaman la puerta del desierto.
Merzouga después del amanecer se confunde con el desierto, con los mismos colores y la misma alma. El tranquilo paseo mañanero observando como el pueblo iba despertando ayudó a calmar mis nervios. Vi como iban abriendo los pequeños comercios y cafeterías, como furgonetas de servicio iban de aquí para allá y poco a poco, todo iba cobrando vida. Cuando regresé al hotel estaba más tranquila, pero sobre todo estaba hambrienta.
Me encontré a Mario en el salón de desayunos del hotel, mirando a todos lados imagino que buscándome entre los comensales. Sonrió de esa manera tan peculiar, que tanto me gusta, cuando por fin me vio. Señale una mesa con la barbilla y al momento estábamos sentados esperando un café y algo con lo que aplacar mi apetito canino.
Me sonreía con picardía, porque nos conocemos muy bien y sabía perfectamente que aquel día era muy especial para mi. Yo llevaba mucho tiempo deseando vivir la experiencia del desierto. Unos meses antes, mientras planeábamos el viaje habíamos dedicado horas y horas a hablar del gran y maravilloso Sahara.
No teníamos ninguna duda de que queríamos recorrer el desierto y hacerlo en camello, como los tuareg y otras tantas tribus del desierto han hecho durante siglos. También queríamos disfrutar de la tranquilidad del desierto y por eso no quisimos ni oír hablar de dormir en un gran campamento. Buscamos algo pequeño, alejado de las rutas habituales en nuestro afán por disfrutar del desierto en soledad.
Ahora, después de meses de planes y sueños, estábamos por fin a solo unas horas de embarcarnos en una de las experiencias más hermosas de nuestra vida. Comentar todo esto hizo que mis nervios volvieran de nuevo, reforzados por la cercanía del momento. Pasamos la mañana recorriendo las animadas calles de Merzouga y preparando las cuatro cosas que íbamos a llevar.
A las 4 de la tarde, como un clavo, Mario y yo llegamos al punto de encuentro cargados con una pequeña mochila y mucha emoción. Allí nos esperaba Admed, nuestro guía. Vestido como los tuareg, no se si porque de verdad lo es o porque así nos gusta más a los turistas, Admed nos explicó como comportarnos con los camellos.
Es un animal la mar de curioso. Creo que el que nos tocó a nosotros eran dromedarios porque solo tenían una joroba. Son grandes y tienen unos dientes enormes, además según nos dijo, son animales con carácter y difíciles de manejar si no tienes a mano un profesional experimentado. Mi camello se llamaba Ibu, un nombre extraño que Admed no supo explicarme. Ibu era mas bien feo; en general son feos los camellos, eso si, son muy curiosos y muy divertidos.
Eran casi las cuatro y media cuando comenzamos a andar hacia las dunas de Erg Chebbi, unas de las más famosas y grandes de Marruecos. Los camellos se mueven con un ritmo peculiar y constante. Al principio tuve la sensación de que iba a caerme varias veces de la joroba de Ibu, pero poco a poco me fui haciendo con el ritmo de sus zancadas. Me sorprendió ver que Admed iba a hacer el recorrido caminando, llevando las riendas de Ibu, mientras el camello de Mario caminaba dócilmente tras él.
Iba concentrada en el caminar de mi camello y apenas me di cuenta de que ya estábamos sobre la fina y amarilla arena del desierto. Me fije como las patas de Ibu se hundían en la arena sin dificultar sus pasos. A nuestro alrededor podíamos ver cientos de dunas, vivas y en constante movimiento, kilómetros y kilómetros de arena regada por la hermosa luz de un sol en claro descenso. Si me fijaba bien en la arena podía distinguir las pequeñas huellas de los famosos escarabajos del desierto, uno de los pocos seres vivos que soportan la dureza de este medio. Tuvimos la suerte de no cruzarnos con ninguna expedición en 4×4, cuyos sonidos hubieran roto la quietud de nuestro viaje por el desierto.
El sol ya estaba bajo y su luz cambiando hacía el ocaso cuando divisamos a lo lejos una solitaria jaima a los pies de una gran duna. Un hombre de tez arrugada y oscura salió de la jaima de la mano de un pequeño de unos 7 u 8 años. Ambos eran evidentemente familia y tenían los mismos hermosos, grandes y profundos ojos oscuros. Nos sonrieron mientras nos ayudaban a bajar de nuestros camellos.
Mis nervios se habían perdido en el camino ahuyentados por la inmensidad del paisaje y el trotar de Ibu sobre la arena. En un momento, mientras Admed nos servía un delicioso té, Mario y yo estábamos alucinando con una de las puestas de sol más bonitas de nuestra vida. Seguimos así durante un buen rato, sentados sobre una jarapa, tomando un té caliente y dejando que todo aquel silencio nos inundara por completo.
Nos sirvieron una cena exquisita a base de una especie de pisto con carne, con muchas especies, del que comimos sin cubiertos, mojando con pan de pita directamente de la cazuela sobre el fuego. Fue delicioso y durante un buen rato nos tuvo entretenidos y ocupados. Cuando no quedaba nada en la cazuela y ya era noche cerrada, salimos a tumbarnos sobre las jarapas decididos a dormir en nuestros sacos a ras de cielo. De un cielo como nunca soñé que pudiera existir. Era noche de luna menguante y tenemos que estar agradecidos por ello. Cientos de miles de millones de estrellas en un cielo negro infinito era el techo que nos estaba regalando esa noche maravillosa. Nos quedamos así hasta que nos venció el sueño.
Sentimos a Admed despertarnos un poco antes del amanecer, tal y como le habíamos pedido, y así, dentro del saco vimos como el cielo se teñía de un naranja intenso e iba poco a poco coloreando la arena. Despacio el naranja fue perdiendo intensidad y cediendo ante un amarillo potente, hasta que el sol apareció por el horizonte. Un verdadero espectáculo de la naturaleza.
Desayunamos en silencio, aún absortos con las imágenes que acabábamos de contemplar. Apenas fuimos conscientes de recoger e iniciar el camino de vuelta. Fue el movimiento de Ibu lo que, poco a poco, me fue devolviendo a la realidad. Entonces fue cuando me di cuenta. No se oía nada, el silencio, total y absoluto nos había acompañado durante todo la excursión. Un silencio que tardé en apreciar pero que había influido en mi desde el principio. Él es parte de la magia del desierto.
Un desierto que a nosotros nos conquisto y aún estamos bajo su influjo…