Este fin de semana lo he dedicado a poner orden en el escritorio de casa. Con estas tareas me doy cuenta de que guardo impulsivamente objetos y papeles que una vez utilizados deberían ser destruidos porque la información que contienen ya no guarda ninguna relevancia.
Pero mi sorpresa fue que en el interior de uno de los cajones aparecieron dos carretes de fotos, si lo que lees, dos carretes de fotos sin revelar. Esa visión inundó mi mente con entrañables recuerdos de una época no tan lejana donde la fotografía era analógica y manual. La gente de cierta edad sabe de que hablo, a los nacidos en la era digital los remito a internet, a buscar información de lo que ya prácticamente es historia de las cámaras fotográficas. Todas en su interior albergaban un carrete de una película transparente compuesta de acetato de celulosa donde se quedaban las fotografías impregnadas. Cuando habías agotado la capacidad del carrete tenías que llevarlo a revelar a una tienda fotográfica.
La preparación de un viaje era todo un ritual en cuanto a las fotografías se refiere. Con cada fotografía te la jugabas, no podías saber cómo te había quedado hasta que el carrete no estuviera revelado, no había la posibilidad de eliminarla, una vez que disparabas el botón de la cámara te tocaba esperar para ver el resultado y este era en papel, nada de archivos con extensión RAW o JPG. Comprábamos álbums donde colocar minuciosamente las fotos de papel del viaje que acabábamos de hacer y nos reuníamos con los amigos para enseñarles como eran esos lugares donde habíamos estado.
Bonitos recuerdos pero la era digital ha venido para cambiar nuestros hábitos y facilitarnos la composición de nuestros viajes. Ahora todo se mueve con una tarjeta de memoria, pero me queda la nostalgia de dos inesperados carretes por llevar a revelar y que no se que contienen. Saboreo la magia de la sorpresa.